jueves, 21 de enero de 2010

LA VENGANZA DE LOS DIOSES



Por: Manuel Madueño Ramos

Bajo el cielo de los inkas, el sol brillaba esplendorosamente, derramando sus purísimos destellos sobre los cerros milenarios de la zona sur de Yauyos. Ni una nube gris se agitaba por los confines de la bóveda celeste; sin embargo los zorzales graznando saltaban de un árbol a otro buscando enemigos furtivos; los cientos de jilgueros se picoteaban haciéndose fugar, los potros lanzaban sus patas al aire y corrían por el amplio redil; mientras que los bueyes furiosos bramaban buscando adversarios incorpóreos, presagiando desolación, muerte y sangre. Las agrestes montañas con su mutis de millones de años, seguía impertérrito en la eternidad de sus tronos, sólo las aguas bullangueras y límpidas se deslizaban suavemente por el anchuroso cauce del río Cañete, tratando de escalar las piedras que encontraba en su recorrido.


Era el 16 de mayo de 1961, día de holocausto del pueblo de Apurí, anexo del distrito de Víñac, zona sur de Yauyos. La comunidad en pleno se trasladaban a “Huayllampi”, terreno de su jurisdicción que colinda con el distrito de Catahuasi a orillas del río Cañete; iban bajo la dirección de don Santiago Carrión Melchor, Personero Legal de la Comunidad y Ubaldo Arbizu, Juez de Paz Accesitario. Estaban decididos recuperar sus tierras, pastizales y cerros hasta sus caminos que les pertenecía desde tiempos inmemoriales, posesionados ilegalmente por los de Cacra, de los siguientes lugares: “Manyac’jero”, “Huayllampi”, “Huano Grande” y “Sec’jce”, terrenos que les perteneció por cientos de años, con título de propiedad y posesión pacífica; ahora en manos ajenas desde tiempos de la Colonia por el pago indebido hecho al encomendero de Huancavelica, por la improvisada muerte de un caballo, supuestamente cargado de oro.


Es de saber que desde la época pre-inka el camino principal que unía Cuzco, Huancavelica y Lima era por la quebrada de “Auquichanka”. Durante la Colonia recorrieron por años, centenas de acémilas, auquénidos y arrieros transportando minerales de Cobriza, Santa Bárbara, al puerto de Cerro Azul de Cañete y de allí a otros centros mineros. Al regresar hacia su lugar de origen, los guías borrachos se extraviaron. Después de cruzar el puente colgante de Llangastambo sobre el río Cañete se dirigieron hacia Huayllampi para seguir la margen del río Lincha en vez de hacerlo por la cuenca del “Auquichanka”. Ya habían caminado muchas horas. En Villafranca, distrito de Cacra, se dieron cuenta que estaban perdidos. Tuvieron que volver, para subir por un áspero y peligroso camino hacia Apurí y llegar a Víñac y luego enrumbar hacia las punas por Turpi Cotay a Huancavelica.


El camino accidentado hizo que uno de los caballos perdiera el equilibrio y se despeñara al precipicio, muriendo instantáneamente. Según ellos, la culpa lo tenían las autoridades de Apurí, por no tener la vía accesible y en buenas condiciones como era su obligación; pidió que lo indemnizaran pagando el precio del animal y el oro extraviado, que sin duda era falso. Como Apurí era un pueblo pobre, no tuvo cómo pagar, requirió que lo hicieran las autoridades de Cacra y como garantía le dieron la posesión de los terrenos mencionado, por diez años. Transcurrido el tiempo, los acreedores fraguaron documentos, apoderándose de manera indefinida. Ante este acto innoble lo denunciaron ante el Poder Judicial de la provincia de Yauyos, desde entonces el juicio continúa entre estos dos pueblos por más de 200 años, gastando muchos de miles de soles.


SE INCIA LA INVASIÓN

Las cacrinos tuvieron conocimiento del día de la incursión y para no ser despojados fácilmente, solicitaron a la Sub-Prefectura de Cañete el envío de 100 soldados del ejército peruano, debidamente equipados para que preste las garantías de acuerdo a ley. Los “cachaquitos” llegaron a “Huayllampu” en sendos camiones del ejército con su quepí, capotas de color verde, sus botas negras y enfilaron la puntería de sus armas hacia la parte alta del cerro, por donde bajarían los “enemigos”. Los esperaron impávidos el ataque, dopados previamente con varias teteras de “chamiscol”, licor preparado a base de agua hervida, alcohol, unas gotas de limón y azúcar. El hombre que bebe esta pócima se siente fortalecido, valiente; prácticamente estaban mareados.


A mediodía, aparecieron por la cumbre del cerro, cientos de comuneros con palos, piedras y huaracas, vociferando insultos a sus contrarios. Bajaron por distintos frentes hacia la quebrada. Cuando estuvieron cerca, los soldados al mando de un alférez entraron en acción, disparando a diestra y siniestra en el cuerpo y en las piernas de los atacantes que caían al suelo sangrando y con gestos de dolor. Después de media hora todo fue confusión de gritos, lloros y lamentos. Nada pudieron hacer los hombres con sus armas rudimentarias. Las piedras no surtieron el efecto para repelerlos. La tropa, viendo la sangre derramaba se enfurecieron más. Las mujeres gritando se arrodillaban mirando al cielo, pidiendo clemencia, ayuda de Dios, pero nadie los escuchaba.


Inexorablemente estaban perdidos. Unos gritaban de dolor, otros desmayados en el suelo, manando abundante sangre. Nada pudieron hacer ante la fuerza inexorable de los fusiles que vomitaban pólvora. No tenían a quién recurrir. Todos se miraban y al mismo tiempo al altísimo cielo, esperando un prodigio o un no sé qué. ¡Hasta que se hizo el milagro! De pronto el cielo se cubrió de inmensas nubes negras y en un santiamén cayó una tormenta de lluvia que duró horas y horas. Rayos, truenos y relámpagos retumbaban cerros, montañas y quebradas haciéndolos estremecer; apareció por la cumbre un alud de piedras y lodo cubriéndolo al instante lo que encontraba a su paso. Todos tuvieron que escaparse para no caer envueltos en la vorágine de este huayco que reventaba murallas y caminos. Parece que los Andes se desbarataban.


Los soldados se parapetaron al otro lado del río, en la jurisdicción de Catahuasi y aprovecharon la oscuridad, para secuestrar y violar a la hija de doña Andrea Rivera, muchacha de 16 años de edad que había ido en busca de sus rebaños. Aquella noche todos “pasaron” por ella, al día siguiente apareció toda llorosa, sin poder hablar ni caminar y en la tarde dejó de existir. Ubaldo Arbizu, dijo que no había dinero para denunciar ante el Juez de Yauyos. La muerte quedó en el más completo silencio, por que así son con los pobres y débiles, se cometen grandes injusticias en nombre de la justicia. No sé hasta cuándo tendremos que morder nuestra vergüenza buscando igualdad ante la Ley, porque ésta sólo existe para los económicamente poderosos. Han pasado años y seguimos más huérfanos que nunca.


La lluvia no cesó hasta que los intrusos se retiraron.


Después que hubo finalizado la liberadora lluvia, los apurinos se arrodillaron en el mismo lugar donde el aluvión había bajado ruidosamente. Con lágrimas en los ojos dieron gracias a Dios, al patrón “San Miguel Arcángel” por el milagro recibido en los momentos más difíciles y salvado de una muerte segura. Llorosos y llenos de alegría se abrazaban, felices por la huida de los soldados. Los dioses que viven en las montañas: Apus y Huamanis lo salvaron. Esa tarde cayeron heridos de gravedad cientos de hombre y mujeres, pero lo más doloroso fue la muerte de una inocente muchacha que sacrificó su vida, defendiendo su honor, su comunidad. Hoy quizás nadie los recuerde a esta joven, pero todos saben que tienen una heroína que debe ser eternizada.


En esta valiente acción de recuperación de sus tierras, cayeron heridos como verdaderos titanes de los Andes, muchos hombres de coraje y valor que ya no encontramos en nuestros tiempos. Pero debemos tener presente que la historia se repite de siglos, de la Conquista, de la época de la Independencia, cuando la lucha era de comuneros contra comuneros; ahora soliviantados por pequeños terratenientes, ambiciosos propietarios y ansiosos mandamases que no les importa la muerte y masacre de sus hermanos de raza, sólo sus intereses personales. Entre los defensores estaban: Santiago Carrión, Moisés Huamán, Ubaldo Arbizu, Ladislao Landeón, Teodoro Carrión, Virgilio Huamán, Manuel Carrión y más de doscientos comuneros, que aún siguen sangrando sus heridas.

(Del Libro “Historia Jamás contada de Yauyos” de Manuel Madueño Ramos)

Edición 2006

Publiwilson.- Yauyos-PERU